15 diciembre 2009
EL AIRE DEL PAMBASO
Recuerdo que cuando salíamos del colegio en aquellos radiantes mediodías de Vegueta, muchas veces no me apetecía coger la guagua en la Alameda de Colón para volver a casa. La alternativa era acercarme hasta el despacho de mi padre, allí en la trasera de la Catedral, y esperar a que terminara de pasar consulta. Esto suponía, en la mayoría de las ocasiones, llegar a casa un poco más tarde de lo habitual, pero no importaba.
El coche solía estar aparcado en una de las calles que bordeaban el barranco, que por aquel entonces no había sucumbido aún bajo el asfalto. Era la zona conocida por el Pambaso. Una vez pasado el Puente de Piedra y sus Cuatro Estaciones, se entraba en una fresquísima sombra, perfumada por eucaliptos y sauces. Parecía como si uno se introdujera en una pequeña e idílica selva de no se sabe muy bien qué remoto país.
En lo alto de San Roque se divisaba la Casa de los Picos lanzando sus amenazantes llamas. Y observando el seco cauce del barranco, unas señoriales casas con airosas torres y miradores cobijaban cuidados jardines. Y luego estaba la brisa; el rumor de las ramas suavemente mecidas acariciaba los oídos. Hubiera preferido no alejarme nunca de allí, tal era el bienestar que me embargaba.
Han pasado décadas y cuando, por algún que otro motivo, tengo que pasar por la zona y este aire se introduce por todos los poros, es inevitable revivir aquellos años de la adolescencia en que volvía a casa en coche con mi padre.
Fernando Castro
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