El desprecio
Sebastián es gitano. Es pobre. Nunca ha ido a la escuela. Su casa, una chabola en las afueras. La Sofía le ha dado dos churumbeles. Los cuatro, más el abuelo, sobreviven con lo que saca de malvender un hachís adulterado que le deja un compadre.
De vez en cuando baja a la ciudad; cada vez es más difícil dar de comer a los suyos. A su paso, las jovencitas se miran cómplices tapándose la nariz, y las madres agarran a sus hijos con temor. Los policías no le quitan ojo.
Se acerca a un taller de chatarra, por si tienen alguna tarea para él, pero le dicen que la cosa está muy floja, que se pase más adelante. Cuando se va, el jefe comenta con los empleados que a esta gente habría que echarla de la ciudad. En una pulcra parroquia de barrio, un orondo sacristán no tiene labores en el jardín que dar al infeliz. Sólo saca de un cajón un mísero paquete con ropa usada para los niños.
Así va de puerta en puerta, mendigando cualquier trabajo. Después de deambular durante horas, regresa humillado y abatido a la colina. Nada más que negativas se trae a la casa.
Los hijos de Sebastián serán gitanos. Serán pobres. Jamás irán a la escuela. Y vivirán en una chabola de las afueras.
Fernando Castro
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